Quítate de la ventana porque voy a suspirar, mis suspiros son de fuego y te pueden abrasar. ¿Qué quieres de mi? ¿Qué quieres de mi? Si hasta el agua que yo bebo te la tengo que pedir (Zambra)
Cuando vio su reflejo ante él no se reconoció. No recordaba cuantas veces se había enjabonado las manos, pero la piel de los dedos, ya arrugada, le indicó que llevaban mucho tiempo bajo el agua del grifo. El espejo del baño le devolvió su palidez, el extraño brillo de los ojos y el temblor incontrolable del labio inferior. No era su cara. El pelo le caía sobre la frente en mechones húmedos de sudor. Intentó recordar pero su cerebro estaba en blanco. Cerró los ojos con fuerza y le pareció ver un edificio desconocido, o no. Ahora recordaba haber parado un taxi al salir de la oficina, podía visualizar la cafetería donde había desayunado, y al camarero, la mesa, la silla, un vagón de metro repleto de gente, el portal de su despacho, a la recepcionista que le sonreía y hablaba sin poder oírla, el… Sacudió la cabeza en un intento de parar el carrusel de imágenes que le asaltaban. Lo primero era saber donde estaba. Se lavó la cara, bebió agua y ordenó su pelo con los dedos. Volvió a mirarse en el espejo y eso le tranquilizó un poco, ese rostro empezaba a ser el suyo. Al secarse se fijó en el bordado de la toalla: Hotel Plaza. ¡Claro! ¡Ese era el edificio que había visto un momento antes! Pero…, ¿por qué estaba él en el Plaza?…, ¿qué hacía ahí? Su ropa era la de un día de trabajo, con el nudo de la corbata muy flojo y el cuello de la camisa demasiado abierto. Tuvo el reflejo de ajustárselo hasta un límite aceptable mientras se sentaba en el butacón del baño. Cerró los ojos e intentó respirar de forma regular para tranquilizarse. Quiso recordar que día era pero no pudo, intentó visualizar la portada del diario que habría ojeado mientras desayunaba…, tampoco lo consiguió. ¡Pero claro! ¡El móvil! Hacía mucho tiempo que no usaba reloj…, ¿dónde estaba su móvil? Desde luego no lo llevaba encima. Se levantó, buscó alrededor y lo vio sobre el mueble del lavabo. Lo abrió y miró con avidez la pantalla. El reloj analógico junto a la cabeza de la mujer que aparecía en ella, marcaba las quince y veintiocho del diecinueve de octubre. Pero bueno, ¿estoy idiota?, ¿cómo que la mujer de la pantalla? ¡Es Candela, la mía, y hoy es su cumpleaños! Entonces, ¿que hago aquí cuando debería estar en la oficina o comprando su regalo? Esta noche cenamos fuera de casa para celebrarlo, los dos solos…, pero no aquí. A mi no me gustan esas historias que se monta la gente para mantener la chispa, esas fantasías absurdas de acostarse en un hotel o jugar a ser desconocidos que se encuentran en la barra de una cafetería o idioteces semejantes…, pero las hago. Las hago solo porque ella quiere. Y porque yo haría lo que fuera por ella. Hace una semana se disfrazó de ATS y yo tuve que meterme en la cama y jugar a hacerme el enfermo. No me gustan esas cosas, me inquietan, pero ella… De todas formas no recuerdo que hayamos planeado algo así para esta noche. Claro que no recuerdo nada en absoluto. Al menos de lo que he hecho hoy y por qué estoy aquí. A ver, tranquilízate, ya sabes que día es hoy, sigue por ese camino. Volvió a sentarse, a cerrar los ojos y a respirar de nuevo de forma regular mientras serenaba su mente ante las preguntas sin respuesta. Poco a poco empezaron a llegarle imágenes de sus recuerdos del día. La primera, del desayuno con Candela, en el rincón acristalado de la terraza que utilizaban en cuanto pasaba el verano. Ella le había dicho que, después del gimnasio, tenía hora para peluquería y manicura: no siempre se cumplen treinta años, le dijo. Sintió un ligero pinchazo en el estómago. En primer lugar porque esas palabras le recordaban que era veinte años mayor que ella, y en segundo porque a él no le agradaban esas actividades de su mujer, sobre todo lo del gimnasio, con tantos tipos atléticos alrededor. Y Candela era una belleza, una belleza morena, sureña, aunque había nacido en Vallekas. Sus padres eran cordobeses y los genes eran inconfundibles. Su madre también debió haber sido muy guapa antes de engordar de esa manera. Por eso no se oponía a sus entretenimientos para mantenerse perfecta. Porque para él era perfecta. Después del habitual beso de despedida, había salido a la calle y subido al metro en Bilbao para recorrer la media docena de estaciones que le separaban de su oficina. Hacía buen día y solo llevaba uno de sus trajes. El metro, como era habitual a esas horas, venía bastante lleno. Mirando a su alrededor pensó que cada vez eran más las personas que leían en uno de esos libros electrónicos. No se le había ocurrido pero podía ser un buen regalo, Candela era muy aficionada a la lectura al contrario de él, que solo leía el periódico y por encima. Por supuesto no era un regalo para hoy, hoy era un día especial, un día que se merecía una joya adecuada. Qué menos. Después del trabajo pasaría por la joyería de la calle Serrano de toda la vida, sus padres ya fueron clientes, y donde conocían bien sus gustos. La recepcionista le saludó al entrar a la oficina y su secretaria entró al despacho para recordarle la agenda. Poca cosa, ya lo tenía previsto. Ese día nada de compromisos: terminar pronto, pasar a por el regalo y volver a casa a prepararse para la cena. Pero, ¿por qué estaba allí? Sus recuerdos no avanzaban, era como una película a cámara lenta que no era capaz de acelerar. Volvió a beber agua y a intentar tranquilizarse. Su rostro parecía ya más sereno. Tendría que ser paciente. Pensó en salir a la habitación, a la luz del día, suponiendo que lo que hubiera tras la puerta cerrada fuera una habitación, pero se encontraba a gusto en esa semipenumbra, con solo una parte de las luces del baño encendidas. No recordaba la hora a la que salió a desayunar pero sería sobre las once, como siempre. Tampoco recordaba ninguna noticia del diario, aunque sí ojearlo. Al terminar se había dirigido hacia la puerta y… Se quedó en blanco de nuevo. De pronto, las imágenes retornaron. Candela caminaba por la calle, subía a un taxi, él llamaba a otro, hablaba con el taxista, todo como en una película muda. A continuación empieza a recordar con más claridad, su mujer baja del taxi y entra en un edificio saludando a un portero de librea que devuelve el saludo; él paga la carrera y mira hacia arriba para reconocer el edificio frente al que se ha detenido, el Plaza, y entra a su vez en el hall del hotel; ya dentro, ella se dirige a un ascensor que se detiene en la planta quinta. Su último recuerdo es su disgusto, mientras sube en el mismo ascensor, por tener que participar en alguno de los dichosos jueguecitos que tan poco le gustan, precisamente en un día como ese. Porque el numerito de pasar delante del bar a la hora que él sale todos los días de desayunar ha sido para que la siga y se encuentren allí, está muy claro. Espera un momento, yo no he desayunado hoy donde siempre, tenía que hacer una gestión y he preferido hacerla a primera hora para que no interfiriera en mis planes de salir temprano. ¿Qué coño es esto…? Sin embargo…, nada, no podía avanzar. Lo intentó varias veces pero solo conseguía que se repitieran las imágenes. En ese momento oyó el timbre de una puerta y golpes en ella. También algunos gritos de llamada, aunque no conseguía entenderlos. Le costó reaccionar pero al final lo hizo. Giró el pomo dorado y salió. La puerta principal, grande y de doble hoja, estaba frente a él, al otro lado de una habitación amplia, decorada en blanco, y los golpes eran cada vez más fuertes. Al dirigirse hacia ella, algo llamó su atención como un fogonazo, un fogonazo rojo. Cuando fue capaz de distinguir lo que veía, Candela estaba desnuda en la cama, en medio de un charco de sangre que brillaba sobre las blancas sábanas. A su lado había otro cuerpo, también desnudo. Ninguno se movía. Entre la neblina que empezaba a empañar su visión, cuatro hombres aparecieron ante él. Dos de ellos, con uniforme azul, le derribaron y esposaron en el suelo mientras gritaban y le apuntaban con pistolas, el tercero vomitaba a pocos metros y el último permanecía clavado en el dintel, mirando con ojos desorbitados la escena. Sobre la alfombra, frente a sus ojos, muy cerca de su rostro medio aplastado, un abrecartas dorado despedía destellos escarlata bajo el sol de otoño que se filtraba por el ventanal.
4:45 a.m. Leo y me quedo con ganas de saber más… que suspenso en esta historia, no podía dejar de leer.
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