Nací en la España de los años 50 en Carabanchel, recién incorporado al municipio de Madrid, que comenzaba su transformación en barrio eminentemente obrero, con su tristemente famosa cárcel como edificio más conocido. Vivíamos en una placita de la que partía una calle de hermoso nombre, la calle de la Amistad, pero en un entorno menos amable, sin agua ni servicios en las casas. El agua la cogíamos en una fuente de la plaza y el váter, comunitario, estaba en un rincón del patio interior de una finca de seis viviendas.
A pesar de esto, tuve una infancia divertida y aventurera, ya que jugábamos todo el día en la calle. Aún estábamos en un territorio fronterizo con el campo e incluso teníamos cerca un arroyo con una bonita chopera.
Mis mejores recuerdos, sin embargo, son esos domingos en los que, desde muy pequeño, mi padre me llevaba al Metropolitano, a ver al Atleti, y yo me sentía feliz de estar con él y compartir esa pasión que nunca le abandonó.
Pero en mi barrio, en Carabanchel, entre aquella gente en la que se mezclaban obreros, municipales, carteristas, familias de emigrantes y de exiliados, yo fui siempre, y siempre seré para los que aún queden vivos, el chico de la Antonia.