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Neón (I)

"No soy mala, es que me han dibujado así"
Jessica Rabbit (¿Quién engañó a Roger Rabbit?)

El automóvil se detuvo junto al letrero de neón rosado que mostraba intermitentemente la palabra ChooseMe. Era un viejo y ya sin brillo Capri negro y Robert se bajó de él con algún esfuerzo. «Ya no estoy para estos trotes, voy a tener que cambiar de coche «, pensó mientras acomodaba su sombrero y se dirigía a la puerta del local. El portero, un negro enorme con acento sureño, le paró a la entrada y le pidió su tarjeta de socio. Robert le miró con media sonrisa y le contestó:

  • Soy abogado, busco a Katy Lomas, me ha llamado ella.

El tipo le miró de arriba abajo y se hizo a un lado mientras retiraba el cordón que, pretendidamente, bloqueaba la entrada. Robert apartó unas pesadas cortinas y entró al local. A la derecha estaba el guardarropas. La rubia detrás del pequeño mostrador le pidió el abrigo. La miró un instante y contestó que no hacía falta, que solo iba a estar allí un momento. Y entró en la sala. Seguir leyendo Neón (I)

Encuentro

 

Tal vez lo peor de morirse  es no enterarse de cómo continúa la historia, como si al nacer se nos entregara una novela inacabada. 

(Javier Marías)

El edificio era antiguo, no demasiado, quizás poco más de cien años. Tenía una puerta grande, de doble hoja, al menos un par metros de ancho y el doble de alto cada una, calculaba. La entrada estaba en una pequeña plaza, donde se situaba un árbol grande; seco; con una gran copa, ancha y redonda pero sin una sola hoja. Lo llamativo era que no daba la sensación de haberlas tenido en mucho tiempo. No podía ver mucho más, la niebla ocultaba el resto del edificio e incluso parte de la plazoleta. No sabía que le había llevado allí, pero sintió el impulso de entrar en aquel lugar que daba sensación de abandonado. Empujó el portón, que se abrió emitiendo un suave crujido. Una vez dentro, le envolvió una oscuridad ligeramente velada por la luz que provenía del fondo de un pasillo. Un hombre se acercaba sonriendo hacia él con los brazos extendidos. Se abrazaron largamente, como hacen dos amigos después de un largo tiempo sin verse. Pensó de sí mismo que estaba muy tranquilo, teniendo en cuenta las circunstancias. El hombre se agarró de su brazo mientras le dirigía hacia el otro lado del pasillo:

-Vamos, tienes que contarme muchas cosas, ¡aquí no nos enteramos de nada! -le dijo su padre sonriendo.

 

Noviembre

Siempre le gustó pasear en esa época del año por la Casa de Campo , esa antigua finca de caza de los reyes, desde donde se ve un perfil de Madrid que incluye el Palacio Real, la horrenda catedral de la Almudena o la hermosa cúpula de San Francisco el Grande. Su padre le había contado muchas veces como, cuando al poco de proclamarse la Segunda República, el acceso a ese enorme pulmón de la ciudad fue abierto al uso y disfrute de los ciudadanos y las familias lo invadían alegremente los domingos con mantas que extendían sobre la hierba y cestos de comida para pasar el día.

Con el tiempo, se habían construido múltiples bares con terrazas y construido un embarcadero donde se podían alquilar barcas de remos para pasear por las tranquilas aguas del Lago, un estanque donde incluso, durante un tiempo, se podían pescar sin muerte las enormes carpas con las que se había repoblado, creía recordar, en la etapa del alcalde Tierno Galván, el primero tras la desaparición de la dictadura.

Cuando era adolescente, en verano, él y sus amigos viajaban en metro desde su barrio de Carabanchel con un tocadiscos de pilas y un par de estuches de singles y buscaban algún lugar apropiado donde organizar sus guateques, a los que siempre se unían grupos de chicos y chicas que, al oir la música, se acercaban para pasar el rato bailando y tomando algún que otro cubata, la versión de la época de los botellones que vendrían muchos años después. Ese noviembre, con más de sesenta años ya, recordaba sonriendo algunas de sus primeras experiencias con novietas iniciadas allí, todo muy light, desde luego, como era habitual y como correspondía a su edad y a la situación del momento, todavía en pleno régimen franquista. 

Hacía mucho frío, a pesar de haber amanecido un día despejado y las terrazas estaban vacías. Ese año, el invierno parecía haberse adelantado casi dos meses y a lo lejos, en la sierra, se veían las primeras nieves. Todavía quedaban muchas hojas verdes en los árboles y el suelo no estaba tan cubierto de ellas como era habitual, probablemente por ese cambio brusco que parecía haberse saltado el magnífico otoño madrileño, la época del año en que más le gustaba la ciudad. Pero ese segundo día de noviembre, luminoso y con un cielo azul tan reconocible, invitaba al paseo por esos lugares que tantos recuerdos le traían.

Dejó el coche en el aparcamiento que ocupaba una explanada donde, antes de ser reconvertida, había jugado muchas veces al fútbol con sus amigos o con cualquiera que se acercara donde había un balón para apuntarse a uno de esos partidos interminables a los que eran tan aficionados. Se acercó a la orilla del estanque, vacío, y comenzó su paseo solitario con el cuello bien protegido y las imprescindibles gafas de sol.

En realidad era como una despedida. Hacía años que no paseaba por aquella zona porque los accesos estaban casi cerrados desde hacía tiempo para evitar la prostitución que durante mucho tiempo se había enseñoreado de gran parte de la antigua finca y solo iba por allí cuando llevaba a sus nietos al Zoo o al Parque de Atracciones, ya sin conexión por carretera con la zona del estanque. Aquel paseo formaba parte de algo más amplio, una especie de adiós a su ciudad, a ese Madrid con el que había mantenido siempre una especie de relación de amor-odio que le había llevado a establecerse en otros lugares pero donde siempre volvía.

También volvería ahora, sobre todo porque su familia seguía viviendo allí y, para él, la familia era la única patria y la única bandera, ahora que tantas estupideces se decían sobre estos temas. Pero su decisión estaba tomada. En menos de dos meses, el resto de su vida, la ilusión por una merecida felicidad, por fin, le esperaba lejos, a esos más de siete mil kilómetros sobre los que ella bromeaba cuando conversaban a través de Skype. Un lugar donde no iba a necesitar el anorak, la bufanda, los guantes y el gorro de lana que llevaba durante ese último paseo en aquel frío noviembre, bajo un cielo azul irrepetible y sobre un manto de hojas amarillas y ocres que no volvería a pisar. O quizás sí, pero de otra manera. Nunca más solo. No iba a dejar pasar esa oportunidad. Ya no.

Nunca olvido a una mujer inolvidable

Que me lo ha contao un poeta
me lo ha contaíto un poeta:
libertad rima con alas,
la leche con la canela,
el tacón con el zapato
y mayo con la primavera,
y me pregunto, ¿por qué
ella no rima conmigo
y yo no arrimo con ella?

Bulerías Plaza Real (Duquende)

Lo primero que eliminó, en bloque, fue su perfil en la red profesional, aunque antes envió un mensaje a las pocas personas que realmente le interesaban y que solo tenía localizadas allí, con su dirección de email y su página de Facebook por si querían mantenerse en contacto. Una vez jubilado, la mayoría de ellos no tenían ningún sentido. Después comenzó a revisar y anular a algunos de sus amigos en la referida página. 

Pero cuando estaba de lleno en la labor de selección, como tantas otras veces, recordó la ausencia, la ausencia entre aquellos perfiles, fotos y biografías de uno en concreto, el de aquella mujer que, quizás, nunca sabría lo que había significado para él durante toda su vida desde que la conoció con poco más de treinta años. Aquella especie de amor platónico que se había mantenido presente en su vida a pesar de todo y que, desde luego ya más como un recuerdo que como algo con alguna posibilidad de contenido real, no acababa nunca de entrar en ese limbo mental del olvido. 

La primera impresión no había sido del todo favorable. Desde luego era guapa, con aquellos ojos azules que parecían dos gotas de su Mediterráneo natal, su pelo rubio natural, el tono de piel de quien recibe durante casi todo el año la caricia del sol, sus pocas pero divertidas pecas y una naricilla algo respingona que dotaba de mayor simpatía a un rostro modelado alrededor de una sonrisa perfecta. «La típica pija catalana», pensó al verla. Y quizás lo fuera, de alguna manera, aunque no había nacido en Sant Gervasi o Pedralbes, pero sin duda su formación y educación eran más de la Zona Alta que del Norte de la ciudad. 

Después de aquello no llegaron a media docena las veces que se habían visto, pero con pocas personas había sentido el nivel de complicidad que sentía con ella cada vez que se encontraban, siempre por razones profesionales. Él estaba convencido, entonces, de que era mutuo, pero ahora no tenía más remedio que cuestionárselo. Después de dejar aquella empresa perdió cualquier posibilidad de contacto con ella durante muchos años hasta que, más o menos coincidiendo con su traslado a vivir a Barcelona, empezó a utilizar las redes sociales y, como pensaba, allí la encontró. Le pidió amistad y ella le aceptó rápidamente. 

Sin embargo, nunca respondió a los mensajes directos que le envió con diferentes invitaciones para quedar en algún momento y volver a verse en persona. Ni una palabra. Así que, cuando al cabo de los años, ya de vuelta en Madrid, decidió cambiar su página en Facebook, no volvió a solicitar su amistad, ¿para qué? Lo que no podía evitar era recordarla y recordar aquellos momentos compartidos en los que tantas veces pensó dar un paso adelante que nunca dió. Quizás ese había sido el problema, pero seguramente nunca lo sabría.

 

Siempre nos quedará París (1)

Desde la primera vez que leyó Trópico de Cáncer había soñado con vivir en París. Por supuesto era consciente de que ya no estaba en los años treinta y la bohemia, como la nostalgia, estaba pasada de moda. Tampoco tenía treinta años, como Miller, ni una mujer llamada June capaz de acostarse al mismo tiempo con él y con alguna Anaïs Nin que, además, nunca iba a aparecer. Tenía más de sesenta años y, eso sí, la libertad de no depender ya de un trabajo con un horario que cumplir. Ni siquiera escribía pensando en publicar y menos aún en vivir alguna historia de amour fou que le inspirara poemas o relatos que pudieran tener algún tipo de interés que no fuera el suyo propio. 

Había viajado bastante durante toda su vida y, especialmente, en los últimos años, pero recordaba como si fuera ayer la primera vez que pisó las calles de la ciudad, cuarenta y cinco años atrás, cuando salió del metro en L’Etoile, la estación que daba a L’Arc du Triomphe, y le sorprendieron aquellas decenas de «dos caballos» botando sobre los adoquines de la plaza como una manada de pequeños antílopes grises con el techo redondo, de lona la mayoría, y un tráfico que era imposible de ver entonces en aquel Madrid, aún más gris, del que había salido en sus primeras vacaciones pagadas buscando el aire fresco de una Europa libre y tan lejana en aquel momento. 

Recordaba aquellas primeras impresiones de los grandes boulevards, de las tiendas de una ropa que, hasta entonces, solo había visto en el cine, llena de color y de elegancia. De aquellos edificios que le recordaban al barrio de Salamanca pero multiplicado por infinito, casi sin límites, y con los tejados de pizarra negra de los elegantes edificios coronados por esas chimeneas tan características. Los cines donde se exhibían muchas de las películas prohibidas en su país, las librerías, enormes y abundantes, con libros en español de editoriales latinoamericanas o de la propia Francia, a los que solo había tenido acceso hasta entonces de forma clandestina. El Sena, un río «de verdad», y los vendedores de libros antiguos, litografías y cuadros que abarrotaban sus orillas. Y L’Ile Saint Louis, cerca de la catedral de Nôtre Dame, con sus calles estrechas y limpias, adoquinadas, en la que proliferaban los bistrots y de la que se enamoró inmediatamente. Tanto que se había prometido a sí mismo que si alguna vez vivía en París tenía que ser en ese lugar.

Y allí estaba, en una pequeña buhardilla de menos de veinte metros cuadrados que costaba casi como una habitación del Ritz. Sus recursos no daban para tanto, pero había pensado que, al menos, se podría dar el gusto de pasar allí cuatro o cinco meses aunque, si decidía quedarse, tendría que buscar un alojamiento en algún lugar más económico. Vivía en una pequeña calle, la Rue Budé, en un quinto piso sin ascensor al que se accedía por una estrecha escalera de madera recién reformada. La buhardilla tenía un gran ventanal que daba a un patio interior suficientemente amplio para que la luz llenara toda la estancia. Porque eso era todo, una sola habitación con una pequeña cocina en un rincón y un baño mínimo tras la única puerta interior de la vivienda. Lo justo para la cama, un pequeño sofá, una mesa de comedor con dos sillas y un escritorio, además de un mueble con ruedas para la televisión y una biblioteca empotrada frente a la cama a continuación de un armario, también empotrado que, juntos, ocupaban por completo una de las paredes. 

El piso lo había contratado a través de una agencia de alojamientos turísticos con la que había contactado a través de internet, y era propiedad de una mujer francesa, nieta de españoles refugiados en Francia al terminar la Guerra Civil y a quien todavía no conocía personalmente, pero había hablado por teléfono con ella, que manejaba un español perfecto aunque con un ligero acento que no fué capaz de reconocer, y parecía encantada de tener en su casa a un compatriota de sus abuelos, aunque la conversación había sido corta. Habían quedado en verse cuando estuviera ya instalado, sin embargo habían pasado más de dos semanas y no había sabido nada de ella en ese tiempo. Un tiempo que había dedicado a pasear por sus lugares favoritos, aquella lejana primera vez no era la única en que había visitado la ciudad, y aprovechado para poner un poco al día su francés, un tanto oxidado con los años.

Era una mañana de viernes a finales de junio, con un tiempo nublado, como era habitual, aunque sin lluvia, y había empezado a escribir un nuevo relato sobre una historia familiar, un asunto recurrente para él, cuando sonó el móvil. Enseguida reconoció la voz que preguntaba por Monsieur Martín. Ella le dijo que empezaba ese día sus vacaciones pero que no saldría de París hasta el lunes o martes siguiente, quería saber si había encontrado todo correcto en el apartamento y le propuso tomar un café el sábado por la tarde para conocerse. Quedaron en el Café de la Paix a las tres de la tarde y se despidió deseándole una jolie estancia en la ciudad. «Para ser francesa suena muy amable», pensó para arrepentirse inmediatamente de su prejuicios antigabachos. De hecho, el trato, en general, de las personas con las que había tratado hasta ese momento había sido mejor que el que había encontrado en sus anteriores visitas, a pesar de que su acento tenía que delatar necesariamente su origen. Y los franceses, sobre todo los parisinos, daba igual que fueran camareros o dependientes, nunca habían sido precisamente «encantadores» con los españoles. 

Al día siguiente, después de almorzar en un restaurant populaire árabe cerca de su casa, decidió caminar hasta el famoso café cercano a la Ópera. Mientras se dirigía a su cita recordó su última visita a París, hacía ya bastantes años, y una cena en ese mismo lugar que, como toda la ciudad, había cautivado a su pareja de entonces, Carmen, en un viaje para celebrar en la Ciudad Luz un fin de año que resultó, simplemente perfecto. En el fondo había sido una especie de cita con el destino, «una frase un poco cursi», pensó. Pero era cierto, de alguna manera, porque en su primer viaje, mientras paseaba en aquella fría mañana de marzo, muy temprano, por la avenida George V comiendo unas manzanas que acababa de comprar en un puesto callejero, con su chaquetón militar, sus pantalones de pana negros y sus botas de paracaidista compradas en el Rastro madrileño, había pasado por delante del hotel del mismo nombre y no había podido evitar pararse unos minutos a observar el espectáculo de las parejas y los grupos que salían, ya de día, suponía que de alguna fiesta de la noche anterior, con sus vestidos largos y sus trajes impecables, mientras las limusinas y los coches de lujo se acercaban lentamente a recogerlos frente a la puerta. En aquel momento había pensado: «Alguna vez yo también saldré de un hotel como este, con mi pareja, para que un coche me recoja a la salida de una fiesta». No había sido exactamente así, pero una limusina les había recogido vestidos de gala, él con smoking y ella con un precioso vestido largo y una capa de terciopelo azul con capucha, para llevarles a cenar en Nochevieja a un bateau mouche, junto al embarcadero de la Tour Eiffel. Recordó especialmente la vuelta al hotel de la Plaçe Vêndome paseando del brazo a orillas del río, mientras la limusina les seguía lentamente unos metros atrás hasta que el frío de la mañana les obligó a entrar en el vehículo.

Cuando estaba ya cerca el Café, se dió cuenta de que no tenía ni idea de como era aquella mujer. Buscó rápidamente su foto en el whatsapp pero solo encontró la imagen de un caniche blanco. Maldijo una vez más la manía que tenía mucha gente de utilizar mascotas en su perfil y se encomendó a que ella le reconociera por el suyo. Luego se tranquilizó pensando que seguramente no habría muchas mujeres solas en la barra, pero ¿y si estaba sentada en alguna mesa?, el sitio era grande y tenía varios salones… En cualquier caso, era la hora y tenía que entrar. Se dirigió a la barra y para su confusión, había tres mujeres sentadas en los altos taburetes del local. «Y para colmo quizás no haya llegado todavía». Se fijó mejor en ellas y descartó a la más cercana, era latinoamericana, sin duda, quizás colombiana o venezolana, en sus recientes viajes por América del Sur había aprendido a distinguir, más o menos, las diferentes nacionalidades. Así que pasó por delante de ella dudando si preguntar a alguna de las otras o sentarse a esperar. Entonces oyó a sus espaldas: «¿Monsieur Martín?»  Se volvió sorprendido y contestó: «Sí. ¿Es usted Madame Bernat? Disculpe, es que no tenía ninguna imagen suya y…» «Y no esperaba encontrar una venezolana, claro, bueno, medio venezolana». Y sonrió con una sonrisa perfecta. Él sonrió también y le alargó la mano. «Mejor a la francesa, ¿no?» Y sin dejar de sonreir, bajó del taburete y se besaron tres veces en las mejillas siguiendo el ritual. 

«¿Buscamos una mesa libre?» «Por supuesto, mucho mejor». No les fue difícil encontrarla, el café estaba bastante concurrido pero había sitio suficiente. Se había puesto la única chaqueta que había llevado al viaje, de pana beige con coderas, una camisa blanca y vaqueros con mocasines negros. Ella llevaba un vestido ajustado, sin mangas y con un discreto escote, con un estampado en tonos azules y blancos que combinaba con una rebeca azul cobalto de la que se desembarazó antes de sentarse. Calzaba unas sandalias negras de tacón fino con las que prácticamente igualaba su altura. Su piel tenía un tono moreno y luminoso, aterciopelado, una bonita figura y unos ojos almendrados y oscuros, en un rostro ovalado, con una boca muy atractiva y un toque de rouge ligero y brillante. Su sonrisa era amplia y con una dentadura perfecta. Estaba en ese punto en que es casi imposible adivinar la edad de algunas mujeres porque lo mismo pueden tener cuarenta que cincuenta sin perder una brizna de su atractivo. No tenía ninguna arruga visible en su rostro excepto alguna mínima en el entorno de los ojos y no parecía llevar ningún tipo de maquillaje, quizás alguna crema hidratante, supuso, pero nada más. 

Un garçon se acercó rápidamente y ella pidió un café noir y él una copa de calvados sin hielo. «Me parece que no es la primera vez que visita Francia», le dijo, «no es muy habitual pedir un licor tan francés». «No, no es la primera vez que visito Francia ni París. El calvados lo conocí hace años, en Normandía y desde entonces es uno de mis licores preferidos, especialmente a estas horas, después de comer, aunque no es fácil encontrarlo en España, al menos en un café o un restaurante. Y hablando de otra cosa, ya que somos casi compatriotas, más o menos, ¿podemos tutearnos?» «Claro, me llamo Aura». «Yo Carlos, encantado». «Yo también». Sonrieron y ella preguntó: «¿Y qué le trae…, perdón, qué te trae por aquí. Aparte del placer de visitar esta ciudad, supongo». «Pues eso en primer lugar, desde luego. Pero hace muchos años que quería pasar un tiempo en París, algo más que las visitas más o menos apresuradas de otras veces. Ahora ya no trabajo, estoy retirado, y por fin me lo puedo permitir». «Perdona pero no parece que tengas edad de estar en la retraite… Disculpa, no pretendo saber tu edad, solo que me ha sorprendido». «No te preocupes, pero la verdad es que lo estoy, aunque es cierto que me retiré un poco antes de lo habitual por la crisis económica. Pero tengo casi sesenta y cinco años», contestó sonriendo y sin poder evitar sentirse halagado. No era una novedad que le hicieran ese comentario, pero siempre era un placer oírlo de labios de una mujer tan atractiva. Ella levantó las cejas en un gesto de sorpresa pero cambió rápidamente de tema.

 

 

 

 

La tentación vive al lado

Como todas las cosas interesantes, aquello empezó por una casualidad. Se había quedado sin tabaco, y aunque no fumaba habitualmente, esa tarde estaba intentando escribir una historia que se le estaba complicando y tenía la sensación de que los cigarrillos le ayudaban de alguna manera a concentrarse, así que decidió bajar al estanco que había en su misma calle, probablemente a punto de cerrar ya. Así que se calzó rápidamente unas playeras y salió. A la vuelta, esperando el ascensor, la vió por primera vez. Saludó y ella le devolvió el saludo.

-¿A qué piso vas?

-Al cuarto.

-Ah, yo también. ¿Te has instalado en el B?

-Estoy en ello. Pero me jode tanto desarmar las cajitas de los cojones que estoy esperando a ver si mis hermanos me ayudan el fin de semana. ¡Menudo coñazo!

No es que los «tacos» en boca de una mujer le escandalizaran, ni mucho menos, no era nada extraño últimamente incluso en chicas muy jóvenes, lo que le llamó la atención fue la forma de decirlos, con toda espontaneidad, una sonrisa muy natural y mirándole a los ojos directamente. «Si no pareciera una exageración diría que me ha soltado esas barbaridades con toda dulzura», pensó. Y respondió intentando no transmitir ninguna sensación especial:

-Bueno, vivo en la puerta de al lado, si necesitas algo…

-Me temo que necesito de todo, pero no te preocupes, pediré una pizza y veré alguna peli, al menos el micro y la tele están instalados.

Le cedió el paso cuando se abrieron las puertas, intentando no mirarle el culo cuando avanzaban por el pasillo hacia la zona en la que se situaban las puertas de sus respectivas viviendas.

-Buenas noches. Disfruta de la pizza. -Esta vez él también sonrió.

-Gracias. Por cierto, no sé si tu habitación limita con la mía, pero te advierto que duermo mal y a veces escucho algun CD hasta que me duermo, si te molesta el ruido no te cortes, un par de golpes en la pared y me doy por aludida. Lo juro. Es que no soporto los auriculares.

-Por lo que me has dicho antes pensé que tendrías la tele en la habitación.

-¡Ni de coña! La habitación es para dormir o para… -ahora se rió ampliamente- Todavía no tengo confianza contigo para según qué cosas. Me parece que ya te he escandalizado bastante.

El se rió a su vez:

-No lo creas, en realidad no soy tan serio, es que me han dibujado así.

-¡Rogger Rabbit!, muy bueno, empiezo a pensar que de verdad no eres tan serio.

-Ya te lo he dicho. -Y esta vez le dedicó la mejor de sus sonrisas.

-Nos vemos.

-Seguro.

Y entró en de nuevo en su casa. Se sentó frente al ordenador, abrió el paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. De pronto se dió cuenta de que continuaba sonriendo. «Te estás haciendo mayor», pensó. «Que edad puede tener, ¿28, 30…? Seguro que le sacas casi veinte años». Aspiró una profunda calada e intentó concentrarse en el relato que tenía en la pantalla.

No volvió a verla hasta casi una semana después. Volvía de comprar en el super y de nuevo estaba esperando el ascensor.

-Buenos días, ¿cómo van esas cajas?

-Hola. Ya está todo guardado, ahora solo queda organizarlo, que también es un coñazo, pero eso lo tengo que hacer yo, si no luego no sé donde está nada. ¿Y tú? Vienes bien cargado, no me digas que cocinas.

-Pues sí, más que nada porque me gusta saber lo que como.

-Puff, mi única especialidad es la tortilla de patatas, como me saques de ahí, ya no tengo ni idea, y además comprar me aburre, asi que… Por cierto, ¿cómo te llamas?

-Martín, para lo que gustes mandar. ¿Y tú?

-Lola, pero no me mandes nada porque no te voy a hacer caso -dijo sonriendo.

-Bonito nombre, pero muy comprometido, ¿no?, hay que tener mucho carácter para llevar ese nombre con seguridad -y sonrió a su vez.

-Tranquilo, la de Merimée comparada conmigo es una pardilla.

Esta vez rieron los dos mientras entraban en el ascensor y ascendían hacia su piso. Aprovecho el momento de silencio, provocado en parte por la interposición entre ellos de las bolsas de la compra en el estrecho cubículo, para observarla mejor. Tenía el pelo castaño con algunas mechas más rubias, los ojos oscuros, no muy grandes y algo juntos, una naricilla pequeña y algo respingona y una boca que, sin duda, era lo más atractivo de su cara, aunque el conjunto desde luego era armonioso, no se podía decir que era una belleza pero sí una mujer guapa.

Ahora, el cuerpo era otra cosa, aunque prácticamente no enseñaba un palmo de piel, el suéter ajustado, de lycra, bastante cerrado de cuello, mostraba un pecho abundante y los pezones se marcaban perfectamente, lo que demostraba que aunque llevaba sujetador, eso era obvio, no utilizaba ningún relleno. Tenía hombros relativamente anchos, como si practicara natación asiduamente. Por lo demás era delgada sin exceso, pensó que usaría una talla cuarenta, y decidió, esta vez sí, observarla de espaldas con más atención al dejar el ascensor. Al fin y al cabo, era la zona del cuerpo de las mujeres que más le atraía, además de su obsesión, casi un fetiche, por las pieles suaves y sedosas. El camino desde el ascensor al descansillo, le demostró que los pantalones de traje que usaba, la chaqueta la llevaba en la mano, con el bolso, ofrecían una visión inmejorable: caderas justas y un culo redondo y firme. «Un ocho mínimo», pensó «y eso siendo muy exigente».

-Algún día tendrás que invitarme a comer, a ver si no vas de farol -dijo al llegar a la puerta.

-Cuando quieras, eso está hecho.

-No guapo, no está hecho y no me valen las sorpresas. Tengo que saberlo con un mínimo de tiempo porque yo tengo una vida social activa, además de novio y compromisos de trabajo. Y seguro que te gustará que lleve un buen vino, eso lo domino mucho mejor que la cocina.

-Mientras no traigas a tu novio…, vamos, no por nada, es que solo tengo dos sillas que merezcan ese nombre -y volvió a sonreír.

-Mi novio no distingue una hamburguesa de un tournedó y lo que es peor, tampoco un Valdepeñas de un Ribera, así que tranquilo, él está para lo que está -le soltó con naturalidad.

-Jajaja. Prefiero no saber para lo que está porque quiero dormir tranquilo esta noche. Sin pesadillas. Por cierto, ¿sabe donde vives? porque no he oído visitas en estos días excepto los ruidos del fin de semana, me imagino que relacionados con abrir cajas y llenar armarios.

-Todavía no, está fuera de Madrid. La verdad es que viaja mucho y solo algunas veces voy con él, pero no se te escapará cuando venga, es un «pavo» de casi dos metros. Pero no te asustes -volvió a sonreír-, es pacífico y nada celoso…, claro que más le vale.

-No quiero saber más, me encanta tu chico. ¿El viernes, sábado o domingo? Porque depende del día será cena o comida, y no es lo mismo, obviamente.

-Obviamente. ¿Empezamos con una comida el domingo? Me despierto tarde y no suelo salir de casa, así que solo tengo que andar un metro y estoy en la tuya. Eso sí, no quiero paella y vendré en plan de estar por casa, no esperes modelitos ni maquillaje.

-Vale, mientras no te molesten el smoking y las chanclas…, yo es que soy así de sencillo.

Ella le miró fijamente con expresión divertida durante unos segundos y le dijo en un tono de voz ligeramente más bajo y con cierto tono insinuante:

-OK. Pero no se te ocurra ponerte gafas de sol…

Y sin dejar de mirarle entró en su piso y cerró la puerta.

Mientras guardaba la compra en el frigorífico y los armarios de la cocina pensó que, para lo poco que habían hablado hasta ese momento, había aceptado muy rápidamente su invitación a comer, pero también se había dado bastante prisa en decirle que tenía novio.

Un comportamiento poco habitual, desde luego. Por un lado le parecía de una naturalidad poco común, pero claro, también podía simplemente intentar aprovechar su atractivo y el impacto que pudiera causar en un vecino mayor que, previsiblemente, podría manejar con facilidad marcando las distancias desde el principio. Sonrió para sí: «Me parece que ésta no sabe con quien ha dado». Decidió no darle más vueltas y esperar acontecimientos, al fin y al cabo, la cosa no pasaba de un par de conversaciones de escalera.

El viernes por la noche, a la vuelta de una sesión de cine con «final feliz» en casa de una de sus «amigas» de internet con quien había salido media docena de veces, pensó dejar una nota en su puerta para confirmar lo del domingo, pero inmediatamente se dió cuenta de que su novio podía estar con ella y no sería muy prudente. «Ni siquiera tengo su teléfono», recordó. «Bueno, no importa, si no sé nada antes, prepararé comida para dos y si no viene guardaré lo que sobre para otro día, tampoco me voy a complicar».

Pero al entrar en su casa y encender la luz, vió en el suelo una hoja de papel doblada, y al recogerla comprobó que llevaba escrito un número de teléfono acompañado de una frase: «Como de todo», con un dibujo a mano de algo parecido a un emoticón sonriente con servilleta al cuello y, dentro de un bocadillo de diálogo, «no soporto el whatsapp ni los emails». «Pues nada», se dijo, «te llamaré» y sujetó el mensaje con uno de los imanes del frigorífico.

El sábado comió en casa de su hijo y después fueron juntos al fútbol en moto para evitar aglomeraciones y atascos. Al terminar el partido, estuvieron tomando unas cervezas con el grupo de amigos con los que coincidían habitualmente en el estadio y después fueron a picar algo y tomar unas copas en el pub de uno de ellos, donde los fines de semana solía haber actuaciones en directo. Ese día tocaba un grupo de jazz relativamente conocido y el local estaba a rebosar, así que se acomodaron en la barra y disfrutaron del concierto entre las consabidas bromas de las que todos recibían su correspondiente ración. A él le vacilaban especialmente con el asunto de sus contactos de internet y pidiendo detalles de sus encuentros que siempre les negaba con una seriedad, por supuesto fingida, lo que daba lugar a más bromas y suposiciones sobre sus capacidades amatorias, «ya tienes una edad…», que él revestía de una «evidente» falsa modestia para seguir el juego.

Como se apoyaba con un brazo en la barra, no veía quien estaba a su espalda, por lo que su sorpresa no fue fingida cuando Lola apareció por detrás de él y sin mediar palabra le besó en la boca para, antes de que pudiera reaccionar, decirle:

-No llegues muy tarde cariño, recuerda que mañana tenemos cosas que hacer.

Después dedicó una insinuante sonrisa al corrillo de sus amigos, que se habían quedado tan mudos como él y desapareció junto con otras dos chicas entre la gente que todavía llenaba el local. Naturalmente, en cuanto se repusieron de la sorpresa, los demás empezaron a coserle a preguntas sobre quién era, como la había conocido, donde la tenía escondida y todo el habitual repertorio, además de los típicos y machistas comentarios sobre lo «buena» que estaba, si tenía más amigas…, en fin, lo que se puede esperar en un caso semejante.

Cuando por fin reaccionó, lo primero que hizo fue mirar a su hijo, que le observaba con una sonrisa cómplice, mientras levantaba los hombros en un gesto de «yo no he dicho nada». Después los dos soltaron una carcajada, que fue coreada por el resto del grupo.

-Por supuesto no pienso contaros nada, así que no me toquéis los cojones, Ya habéis oído que mañana tengo cosas que hacer.

Todos volvieron a reir entre ofrecimientos de condones, consejos, peticiones de teléfono de las amigas y ofertas de ayuda en caso de «necesidad». Tampoco faltaron las elucubraciones sobre las «cosas» que tenía que hacer al día siguiente, desde acompañarla a Ikea hasta presentarle a sus padres que, según algunos, serían más jóvenes que él o a su madre divorciada para la que estaría buscando «un apaño».

Cuando por fin salieron, tuvo que soportar estoicamente una salva de aplausos mientras subía al taxi ante las miradas extrañadas de los que abandonaban el local y la gente que pasaba por la calle.

Al llegar a casa, antes de entrar en su apartamento, vio que salía luz por debajo de la puerta de ella y escuchó una música suave, con un volumen apagado pero reconocible, era bossa brasileña, en concreto sonaba La chica de Ipanema cantada por una mujer, aunque no pudo reconocer a la intérprete. Le sorprendió casi tanto como su súbita aparición en el pub, desde luego no daba la imagen de alguien a quien le gustara ese tipo de música de la que él era un fan absoluto. Por un momento estuvo a punto de llamar a la puerta, pero una vez más le pudo la prudencia, al fin y al cabo no sabía si estaba sola. Así que, nuevamente sorprendido por aquella mujer que había aparecido en su vida de una forma tan explosiva, abrió la puerta de su casa y entró.

Le costó dormir.