Archivo de la categoría: Cuentos

Tornado

Uno de los árboles del parque situado junto a la valla trasera del jardín se inclinaba peligrosamente hacia su casa. Era un pino enorme, debía medir entre diez y quince metros de altura. Si llegaba a quebrarse, dependiendo del punto exacto por donde ocurriera, estaba claro que al menos una parte del tejado y de la fachada posterior correrían serio peligro. Mientras observaba desde el ventanal de su habitación los efectos del pequeño tornado, uno más de los que se habían hecho ya habituales a finales del verano en esa parte del Mediterráneo, ella se acercó por detrás y se abrazó contra su espalda mientras le susurraba cerca del oído: «¡Tengo miedo!» Él cruzó sus brazos por delante, sobre los de ella y giró ligeramente su cabeza hacia atrás, sonriendo, mientras bromeaba: «¡Menuda novedad! Y menos mal que apenas hay relámpagos, si no ya estaríamos debajo de la cama, ¡seguro!…» Ella sonrió a su vez, se levantó sobre las puntas de sus pies para buscar sus labios, y cuando ya casi se rozaban le dijo: «Quizás estaríamos mejor encima, ¿no?…, más cómodos, tú estás ya mayor para meterte debajo de una cama, pero arriba…, todavía tienes tu punto…» Después mordió suavemente su labio inferior, sin llegar a besarle, y mientras le miraba directamente a los ojos con aquella sonrisa descarada que tanto le gustaba, introdujo su mano derecha dentro de la camisa, acariciando el vello de su pecho, como hacía con frecuencia. Después se separó, y mientras de espaldas a él  soltaba con una mano los corchetes del sujetador, le dijo: «Además, algo habrá que hacer, no tenemos luz…» Se volvió mientras lo dejaba caer al suelo con su estudiada cara de niña inocente y, en ese momento, él supo que, aunque aquello no tenía futuro y hacía tiempo que tenía decidido acabar con esa relación, había demasiadas cosas que nunca iba a poder olvidar. Se dirigió a la cama desabotonando lentamente su camisa.

 

 

 

En ocasiones veo gente

Gente, personas, seres humanos, individuos que andan erguidos sobre sus dos patas traseras y tienen desarrollado notablemente el manejo de las dos delanteras, algo atrofiadas pero dotadas de una gran habilidad de uso. Aunque de su análisis comportamental podemos entresacar algunas pautas, desde luego no todos responden a ellas, al menos no de la misma forma. Hay algunas más extendidas que otras y hay otras que parecen diferenciarse en función de los subgrupos a los que pertenecen, sobre todo en cuanto a la forma de vestir, de hablar… No me cruzo demasiado con ellos porque me gusta estar solo y observarlos más bien de lejos, pero al salir a la calle no puedo por menos que compartir espacio con esta gente, verlos y escucharlos. Entiendo a la mayoría, aunque no a todos. Incluso a los que entiendo, consigo hacerlo a veces con dificultad porque utilizan diferentes pronunciaciones, aspiran algunas letras, confunden otras e incluso tengo que interpretar algunas palabras que no figuran en mi léxico. Por el contexto, claro. Algunas de sus costumbres realmente me resultan muy confusas. Su forma de comer es poco natural, la mayor parte de las veces lo realizan utilizando utensilios que me parecen más bien peligrosos, pero que parecen manejar con soltura y difícilmente he visto algún accidente por ello. Tapan sus cuerpos, algunos más y otros menos, de formas bastante variadas, aunque quizás en este campo es donde es más fácil encontrar determinadas pautas que, al final, quedan reducidas a muy pocas. Algunos elementos, sobre todo los más jóvenes, suelen comunicarse verbalmente de forma aguda e incluso irritante, aunque la verdad es que la mayoría se mueven practicamente sin emitir sonido alguno. Parecen depender en sus comportamientos de un pequeño utensilio que unas veces manejan principalmente con los pulgares y al que otras veces hablan, en estos casos con un volumen bastante alto, sin que parezca preocuparles en absoluto las gentes que están a su alrededor y que, obviamente, les oyen. De hecho, lo habitual cuando se desplazan en alguno de los habitáculos en que lo hacen, subterráneamente o a la luz del día, suelen ir comunicándose varios al mismo tiempo, parece que abstraidos cada uno en su actividad. Habitualmente se mueven de forma individual, aunque a veces lo hacen en grupo e incluso en pareja. Cuando se desplazan en grupo suelen hacerlo ruidosamente, emitiendo sonidos todos al mismo tiempo, y cuando lo hacen en pareja, sobre todo los individuos más jóvenes, suelen hacerlo con frecuentes miradas mutuas a los ojos y tocándose de varias maneras distintas, enlazando las manos, sujetando sus cinturas, o los hombros y juntando de vez en cuando sus bocas, parece que sin emitir sonido alguno, en estos casos. Casi nunca llevan las manos, como llaman a la parte terminal de las patas delanteras, libres, incluso aunque en alguna de ellas lleven el misterioso artilugio que parece guiar sus comportamientos, casi siempre llevan diferentes tipos de sacos de distintos materiales, a veces parecen incluso muy pesados. Como es lógico, procuro pasar estos inevitables momentos a la máxima velocidad y retirarme a mi guarida lo antes posible. No porque sea frecuente encontrar elementos que muestren excesiva violencia o riesgo de desarrollarla contra mi, aunque a veces ocurre, pero el contacto directo con estos seres, aunque se haya hecho habitual, no deja de resultarme incómodo. ¿Cuándo se hicieron con las calles, con el mundo? ¿Cómo consiguieron configurarlo según sus gustos y apetencias? ¿Quien les dirige a través de esos pequeños objetos con luces que llevan en todo momento? Y sobre todo, ¿Por qué no parecen verme casi nunca, y cuando lo hacen parecen sentir una especie de rechazo? ¿Por qué ninguno se dirige jamás a mí?

El sueño

Es noche cerrada y el frío seco de la meseta se nota incluso aunque el cuerpo no lo sienta, protegido por el fuego de la estufa donde arde la madera.
Anoche volví a soñar mi único sueño, el único que soy capaz de recordar. Vivo en una pequeña isla del Mediterráneo, posiblemente griega y trabajo como práctico de un puerto bien protegido. Todo es luz, todo es blanco y azul, ese azul añil que cubre las cúpulas de las incontables ermitas y los dinteles de las puertas y ventanas de las pequeñas casas encaladas.
Ayudo a atracar a los ferrys y a alguno de los veleros que visitan fugazmente ese rincón rodeado por el otro azul, el del mar. El pueblo se despeña por un acantilado formado por alguna lejana erupción volcánica y contrasta con la negrura de las rocas.
Por la tarde, observo un imposible atardecer que se repite día tras día desde la terraza emparrada de un bar, sentado en una silla de tijera de madera clara frente a una pequeña mesa cubierta por un mantel de cuadros impoluto donde una frasca de vino blanco y un vaso acompañan un plato de aceitunas negras.
Ocurre, simplemente, que soy feliz, y cada vez me cuesta despertar. Me arrebujo entre las sábanas buscando la continuación de un imposible que siempre se repite y nunca tiene fin. Normalmente no lo consigo, pero a veces vuelvo a mi sueño para observarlo todo desde el aire, como una gaviota, o quizás como el diablo cojuelo que recorre los tejados de este Madrid al que siempre regreso.
Espero, algún día, no despertar, descubrir al fin la razón del inconsciente, y vivir de una vez en esa dimensión donde todo es posible y hermoso. La belleza pura. El corazón puro. El secreto del poema de Kavafis que acabo de recordar por una razón muy distinta y que me ha vuelto a emocionar, como cada vez que lo escucho, en esa voz y esa música mediterránea, trágica y sensual del Viatge a Ítaca, de mi viaje soñado una y otra vez en el que no me importa donde voy ni donde estoy. Solo me importa estar, ser, vivir, gozar. Inch Allah.

Voltaire: La escritura es la pintura de la voz

Una mujer, bajo la lluvia, camina por el parque recorriendo un camino en el que se reflejan los colores de las hojas que aún cubren las copas de los árboles y su propia imagen, de paso ligero, que se nota en el leve vuelo de su estrecho vestido. Parece una estampa, quizás, de principios de otoño, o tal vez se trate de una tormenta de verano que la ha sorprendido ataviada aún con un vestido ajustado y ligero, de manga corta. Tiene el pelo largo, seguramente castaño claro, con reflejos rojizos. Lo lleva recogido bajo la nuca, lo que estiliza aún más su figura. Sin duda es atractiva, imagino unos ojos claros y una piel blanca y suave.

Debe ser una persona prudente, puesto que ha calzado unas botas que protegen sus pies del agua que, sin duda, salpica sus tobillos y quizá el bajo de su largo vestido estampado. No lleva bolso, no debe necesitarlo, probablemente va en busca de su amante y desea llegar a tiempo, pero tiene intención de volver a casa después de su encuentro. El regreso, sin duda, será más lento y una sonrisa iluminará su cara perlada de pequeñas gotas que la protección del paraguas no puede evitar totalmente. Quiere llegar cuanto antes, seguramente no les sobra el tiempo. Puede incluso que el encuentro haya sido improvisado, él, o ella, deben haber robado unos minutos a la rutina diaria. Tal vez solo sea compartir un café en uno de esos maravillosos lugares de París donde los ciudadanos se instalan a leer, a escribir o, simplemente a mirar, son los voyeur de la vida cotidiana. Pero cerca, siempre, en una de esas pequeñas mesas de mármol redondas, una pareja se mira a los ojos apenas sin hablar, con las manos entrelazadas sobre la superficie del velador. Sus ojos hablan por ellos y tienen muchas cosas que decir aunque todas se reducen a una: mi mundo, en este momento eres tú, solo tú.

Todo sigue igual…

Una imagen real
se muestra sobre el muro
de una noble mastaba
que el tiempo ha protegido
del viento y de la arena
y el desierto inclemente.
… Y todo sigue igual.
¿Con quien compartiré
esa imagen del muro?
¿De quien será la mano
en la que me sustente?
¿Quien dormirá conmigo
en la tumba invisible?
Me parece un milagro
encontrar esa mano
Pero aún me preocupa
Aún la busco…

De vez en cuando la vida…

 Tanto tiempo esperándote... Tanto tiempo esperándote


Fue sin querer... es caprichoso el azar

No te busqué, ni me viniste a buscar...
(J.M. Serrat)

Volvía de un viaje que le había dejado una sensación agridulce. Estaba cansado, relativamente satisfecho pero cansado. Por delante, seis horas de autobús por una ruta conocida y con pocos atractivos, por lo que venía pertrechado con su e-reader y una buena carga de música en el móvil. El vehículo llegó prácticamente lleno, la parada anterior había sido en un lugar muy turístico y estaban a finales de verano. Buscó su asiento en las filas centrales y entonces la vio. Por un momento se quedó parado mientras notaba en su estómago la conocida sensación de vacío. Era, simplemente, preciosa. Seguir leyendo De vez en cuando la vida…