Uno de los árboles del parque situado junto a la valla trasera del jardín se inclinaba peligrosamente hacia su casa. Era un pino enorme, debía medir entre diez y quince metros de altura. Si llegaba a quebrarse, dependiendo del punto exacto por donde ocurriera, estaba claro que al menos una parte del tejado y de la fachada posterior correrían serio peligro. Mientras observaba desde el ventanal de su habitación los efectos del pequeño tornado, uno más de los que se habían hecho ya habituales a finales del verano en esa parte del Mediterráneo, ella se acercó por detrás y se abrazó contra su espalda mientras le susurraba cerca del oído: «¡Tengo miedo!» Él cruzó sus brazos por delante, sobre los de ella y giró ligeramente su cabeza hacia atrás, sonriendo, mientras bromeaba: «¡Menuda novedad! Y menos mal que apenas hay relámpagos, si no ya estaríamos debajo de la cama, ¡seguro!…» Ella sonrió a su vez, se levantó sobre las puntas de sus pies para buscar sus labios, y cuando ya casi se rozaban le dijo: «Quizás estaríamos mejor encima, ¿no?…, más cómodos, tú estás ya mayor para meterte debajo de una cama, pero arriba…, todavía tienes tu punto…» Después mordió suavemente su labio inferior, sin llegar a besarle, y mientras le miraba directamente a los ojos con aquella sonrisa descarada que tanto le gustaba, introdujo su mano derecha dentro de la camisa, acariciando el vello de su pecho, como hacía con frecuencia. Después se separó, y mientras de espaldas a él soltaba con una mano los corchetes del sujetador, le dijo: «Además, algo habrá que hacer, no tenemos luz…» Se volvió mientras lo dejaba caer al suelo con su estudiada cara de niña inocente y, en ese momento, él supo que, aunque aquello no tenía futuro y hacía tiempo que tenía decidido acabar con esa relación, había demasiadas cosas que nunca iba a poder olvidar. Se dirigió a la cama desabotonando lentamente su camisa.
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