Las mujeres de la generación de mi madre
cantaban boleros en el jardín
a la hora de la siesta…
Silvia Tocco (La cercanía del mar)
Era la radio. En el principio era la radio. Aquella Radio Madrid de los concursos, el Carrusel deportivo, el teatro, los seriales, los «partes» de obligada conexión con Radio Nacional y, sobre todo, la música. Aquellas coplas, los boleros, los tangos, y la incipiente música ye-ye.
Mi madre cantaba todo el tiempo mientras hacía las labores de la casa. Daba igual si barría, cosía, limpiaba el polvo, cocinaba, fregaba «los cacharros» con el agua que había que traer de la fuente de la plaza, porque no teníamos en casa, o vareaba dos veces al año la lana de los colchones en el patio común donde nos bañaba a mi hermana pequeña y a mí, en verano, en un barreño de «cinz» donde el agua se calentaba al sol, el mismo en el que fabricaba jabón con aceite y sebo removiendo interminablemente con un palo.
Ella siempre parecía feliz y, probablemente, lo era a su manera. Mi padre trabajaba catorce horas diarias en dos trabajos diferentes, como casi todos los obreros durante aquellos años 50 de la emigración a Europa de más de dos millones de españoles. LLegaba tarde, pero siempre le esperábamos para estar junto a él mientras cenaba y escuchar todos juntos los programas nocturnos, generalmente de teatro y variedades. Por supuesto, sentados en sillas alrededor de la mesa del comedor, no teníamos sillones ni espacio para ellos.
Había programas de humor, Gila, Pepe Iglesias «el zorro», los sainetes de los hermanos Álvarez Quintero interpretados por aquella auténtica pléyade de actores radiofónicos maravillosos que lo mismo conseguían hacernos reir que llorar solo con sus voces, los Juana Ginzo, Matilde Conesa, Pedro Pablo Ayuso o Matilde Vilariño entre otros muchos.
Pero la música llenaba todo el día con los diferentes estilos de la época y los niños nos sabíamos todas las canciones, no solo de escucharlas en la radio, sino sobre todo, al menos en mi caso, de escuchárselas a mi madre. Yo me sorprendía muchas veces a mí mismo mirándola embobado y repitiendo en silencio aquellas letras, porque oírla cantar era lo único capaz de distraerme de los tebeos o de las peleas entre «indios y americanos» o las colecciones de cromos de futbolistas.
A veces aún me parece escucharla cantando aquello de: «Apoyá en el quicio de la mancebía…», que yo por supuesto no entendía o «Reloj no marques las horas…». Solo la veía triste cuando en las tardes de verano, me llevaba con ella al cementerio donde visitábamos la tumba de mi hermana mayor, una niña preciosa que murió con nueve años cuando yo apenas tenía unos meses.
Quizás por eso odio los cementerios. No por lo lúgubre del lugar o porque me dé ningún miedo la muerte. Como recordaba ayer en su recital de poesía Ángel Petisme, que oyó una vez en boca de José Luis Sampedro: «No tengo miedo a la muerte pero no tengo prisa». Los odio porque me recuerdan los momentos de tristeza de mi madre, la mujer más alegre y divertida que he conocido. A pesar de todo.
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