Hace un par de días leí una frase en un artículo de Quique Peinado que me gustó: «Me jode porque me gustaría que fuéramos otro país, pero 40 años de dictadura y una Transición que prefirió la injusticia al desorden lo hacen imposible.»

Habría que matizar que la apuesta por el «orden» fue relativa: entre 600 y 700 muertos pueden testificarlo. Pero estoy de acuerdo en que, al menos oficialmente, la disyuntiva fue más o menos ésa.
La derecha consiguió que la izquierda renunciara a cualquier intento de justicia para los verdugos del régimen a cambio de lo que ellos no tenían más remedio que «conceder» para poder seguir existiendo como clase y ostentando el poder económico, policial, judicial y mediático: un Estado que adoptara, al menos, las formas de las democracias europeas.

Por supuesto, estaban los que no querían ni siquiera eso, en una tenaza de miedo, uno de cuyos extremos era ETA y el otro la tradición de golpismo militar. El mantenimiento de la monarquía, de la bandera y de la unidad, aplacaron un tanto a los militares, con la fórmula autonómica como mal menor para ellos. En cualquier caso, hasta que se produjo la entrada en la OTAN, lo que suponía una posibilidad de desarrollo profesional impensable con anterioridad, y la profesionalización del Ejército, la influencia de los antiguos militares franquistas siguió siendo muy importante.

La debilidad de la llamada izquierda, PSOE y PCE fundamentalmente, hizo necesaria la presión exte-rior de la entonces Comu-nidad Europea e incluso de parte del statement nor-teamericano para arrancar el país en base al texto de una Constitución incluso demasiado rebuscado en su afán de contentar a todos. Un ejemplo es la aceptación del Estado autonómico frente al Estado federal o de la la segunda cámara, por ejemplo.

Pero lo más importante, lo que sigue lastrando el desarrollo, no ya pleno, sino simplemente normal, estándar, de nuestra democracia, fue la nula revisión de la etapa anterior, la falta de justicia, la ausencia de reparación para los sacrificados por el régimen franquista y, por lo tanto, la impunidad de quienes actuaron según las directrices del poder y la perduración en el tiempo de esa soberbia de los vencedores que hoy vemos en los discursos de VOX y del PP. Y de tantos jueces, periodistas o empresarios que les lleva a seguir, como sus padres y abuelos, considerando al país como su propia finca.
Y todo esto no se habría logrado sin la sumisión, colaboración y funcionarización de los sindicatos llamados mayoritarios, aunque toda su afiliación está en el entorno del 10% de los trabajadores. La Vanguardia publicaba en 2019: » Según un reciente informe de la OCDE, el nivel de afiliación sindical en España alcanza al 13,7% de los asalariados, el nivel más bajo desde 1990. La proporción de trabajadores que forman parte de organi-zaciones sindicales no ha dejado de caer con suavidad, pero de forma continua, desde principios de la década.» Nada hace pensar que esta tendencia vaya a cambiar.

Los sindicatos «mayoritarios» fueron un arma imprescin-dible para la desmovilización de una clase trabajadora que a la muerte de Franco era capaz de parar totalmente el país, como se demostró en enero de 1976. La depen-dencia política de estos sindicatos fue fundamental para la firma del Estatuto de los Trabajadores, básico para la conversión de los militantes en funcionarios cuyo único objetivo, a partir de entonces, fue mantener el estatus y las ventajas de un sistema representativo trasplantado a las empresas para contribuir a la llamada «paz social». Las huelgas contra los gobiernos del PSOE a mediados de los ochenta, fueron los últimos coletazos de un sindicalismo descafeinado y dependiente de las subvenciones como el que hoy padecemos.
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