Con permiso de Carlos Saura voy a utilizar el título de su magnífica película para escribir unas palabras sobre mi madre que, en este año, habría llegado a esa edad si el Alzheimer no nos la hubiera arrebatado muchos años antes de que nos dejara definitivamente.
Y ya que vamos de cine, hace un par de días estuve viendo, entre las lágrimas que me asaltan irremediablemente cuando algo me habla de esa terrible plaga, una buena película española, Vivir dos veces, magnífica y sencilla mirada sobre la enfermedad, muy bien interpretada y dirigida, sin aspavientos ni exagerados melodramas. Recordé también el tremendo impacto que me produjo la extraordinaria El hijo de la novia, que además me pilló por sorpresa, no conocía el argumento, pocos meses después de que ella nos dejara definitivamente. En esa película no solo veía a mi madre en la magnífica interpretación de Norma Aleandro, sino también a mi padre en la aportación sencillamente increíble del gran Héctor Alterio.
Estoy preparando un pequeño vídeo con imágenes de la vida de mi madre para el que cuento con la impagable colaboración de una de las personas cuya amistad más he valorado en los últimos años, la entrañable poeta argentina Silvia Tocco, que me va a prestar su voz en un poema suyo muy emotivo para mí: Las mujeres de la generación de mi madre. Por supuesto lo colgaré aquí para que puedan disfrutarlo quienes tienen la amabilidad de leer este modesto blog.
Mientras tanto, quiero escribir, reconozco que más para mí que para nadie, sobre ella, la fuerte, tierna, valiente, hermosa, generosa y divertida mujer a la que debo la que ya empieza a ser una larga existencia.
Antonia nació al inicio de una década prodigiosa, la de los años veinte, aunque su vida tuvo más de trabajo y de esfuerzo que de la libertad y alegría que aquellos años, tras la Primera Guerra Mundial, aportaron al mundo, llenos de creatividad y pasión. Era la segunda de siete hermanos, cinco hombres y dos mujeres, en la práctica la hermana mayor de todos ellos. Su padre era albañil, encargado puntualizaba siempre, y su madre una mujer inteligente y autodidacta a la que no conocí, aunque por lo que contaban de ella, sobre todo mi padre, es una deuda que la vida nunca me saldará.
Dejó muy pronto el colegio, apenas aprendió a leer, escribir y las cuatro reglas, como se decía entonces, para ayudar en el cuidado de los que iban llegando tras ella. Vivió siempre en Carabanchel Bajo, un pueblo incorporado a Madrid en los años cincuenta, en un ambiente de indiscutible pobreza, nada extraño para la época. Sin embargo desarrolló un buen gusto natural que se refleja en sus fotografías de juventud, al menos en las que la muestran en fiestas, bodas, bautizos y otros festejos. También en la forma de vestir de mi padre e incluso de nosotros, mi hermana y yo, cuando éramos niños. Por supuesto ella siempre escogía, cuando no confeccionaba directamente, toda nuestra ropa, la de los tres.

La Guerra Civil la sorprendió cuando aún no había cumplido los dieciséis años y la terrible posguerra, mucho peor según ella, ejerciendo ya directamente de madre de todos sus hermanos por la temprana muerte de mi abuela. Todavía vivía ella cuando Antonia conoció a mi padre, con quien se casó en 1944, después de una larga mili de tres años que Joaquín tuvo que soportar tras haber pasado luchando en el lado republicano todo el conflicto. De esa larga separación, apenas rota por pequeños periodos en los que pudieron pasar algunos días juntos, ya que estuvo destinado en Badajoz y en África, me quedan unas hermosas, respetuosas y conmovedoras cartas que él la enviaba desde su oscuro destino.
Por si fuera poco, perdió una hija de nueve años, mi hermana mayor, Carolina, una niña preciosa, cuando yo tenía solo unos meses. Creo sinceramente que nunca se recuperó de aquello a pesar de que, por la insistencia de mi padre, tuvieron a mi hermana pequeña un par de años después. Pero en mis recuerdos de infancia aparece siempre el cementerio al que me llevaba frecuentemente para visitar a su hija y a su madre, enterradas juntas y a quienes acompañan ahora sus cenizas, como ella deseaba. No he vuelto.
A pesar de todo, recuerdo a mi madre siempre cantando mientras hacía las labores de la casa y escuchaba en la radio aquellos boleros, tangos y coplas que repetía con su, al menos para mí, bonita voz. Unas letras que todavía soy capaz de recordar y cantar en su memoria y que tanto me ayudan a veces cuando parece que las cosas se complican. La evocación de su alegría y su buen humor, sus bromas, sus divertidos comentarios, su forma de entender la vida, siempre dispuesta a ayudar, a ocuparse de sus hijos, y luego de sus nietos, de sus hermanos, de sus sobrinos, incluso las barbaridades tan poco políticamente correctas que salían de su boca cuando se enfadaba y hasta su capacidad para tirar de zapatilla cada vez que yo le daba motivos para ello, que eran muchas veces, son evocaciones que a menudo traen una sonrisa a mi boca, sobre todo ahora que he entrado ya en el principio del final.
Mi madre amó mucho y discutió mucho con el hombre que la acompañó toda su vida, muy distinto a ella, la honradez personificada, desde luego, pero menos decidido y más prudente, lo que a veces la desesperaba un poco. Pero que, sobre el tramo final, nos enseñó a todos lo que es el AMOR de verdad, así con mayúsculas. Ella lo merecía, desde luego. La satisfacción de Antonia fue siempre su familia, sobre todo nosotros, su marido, sus hijos y nietos, y lo único que a veces me pesa fuerte en el corazón es que vivió mucho tiempo sin poder disfrutarnos totalmente por la maldita enfermedad. Cuando miro a mis nietos, que no la conocieron, me confirmo en lo mal diseñada que está la vida en algunos aspectos.
Una mujer tremenda, en el sentido literal de la palabra, de una generación imposible que elevó la palabra lucha al Olimpo de las palabras, y la dedicación a la familia, la defensa incluso feroz de los suyos y la generosidad aún en contra de sus propios intereses, en un ejemplo casi imposible de repetir en nuestro mundo de hoy. Pero nosotros, mi hermana, mis primos, mis hijos…, tuvimos la suerte de conocerla y disfrutarla. Y la llevaremos en nuestros corazones y en nuestra cabeza mientras sigamos respirando.
Gracias mamá.
Nunca olvidaré aquellas vacaciones en Santander donde nos dirigió a toda aquella prole como si fuéramos una orquesta y a veces se ponía las estrellas y nos dirigía como un general. Fueron unas de las mejores va a iones de mí vida.
Entiendo y comparto tu admiración por ella. Yo la tuve también por la mía. Pero, como no vamos a sentir amor y admiración por las que han sido nuestras verdaderas patrias.
Un abrazo fuerte.
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Muchas gracias Andrés. Fueron unos días inolvidables y ella fue feliz de verdad. Un abrazo.
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Aunque me has contado ya mucho sobre tu mamá, no deja de conmoverme leer este escrito, por ella mi admiracion y respeto y por tí, que me corrobora una vez más de que estás hecho y que soy una afortunada de tener al lado a un hombre con tan hermosos sentimientos
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