Seguro que muchos habréis leído la famosa novela de Jack Kerouac En el camino (On the road). Yo lo hice por primera vez muy joven, con menos de veinte años. Recuerdo que aún estaba prohibida por la censura franquista y la conseguí a través de una persona, cuyo nombre no recuerdo, que venía por la oficina donde yo trabajaba, con una cartera repleta de libros censurados y a quien nunca podré agradecer suficientemente que nos ayudara a ventilar nuestras mentes facilitándonos el acceso a obras como Trópico de Cáncer, El cuarteto de Alejandría, Las drogas o incluso El Decameron, además de algunas editadas por la famosa editorial Ruedo Ibérico como El Laberinto español o La Santa Mafia, el libro que nos descubrió la realidad del Opus Dei (aunque no recuerdo si era el título exacto).
La novela me impactó profundamente, no solo por la historia, la referencia a las drogas, que en esa época no se conocían apenas en España o el sexo, en una época en que, cómo decíamos entonces: «Follar no es pecado, es milagro». A mí me interesó sobre todo el viaje, aquellos recorridos de Chicago a Los Ángeles, a lo largo de la ruta 66 y pasando por lugares cuyo solo nombre ponía a funcionar mi imaginación: Missouri, Kansas, Oklahoma, Texas, Nuevo México, Arizona o California.
Muchas veces pensé realizar el viaje y me informé de los recorridos turísticos que incluían la famosa ruta. Pero nunca encontré el tiempo o los recursos para planteármelo seriamente. Hasta 2010, con cincuenta y siete años, divorciado, separado de mi segunda pareja y aún con trabajo e ingresos regulares. Además encontré una persona dispuesta a acompañarme, mi amiga María a quien tantas cosas tengo que agradecer y una no menor que se animara a realizar ese viaje conmigo y compartir gastos. Así que empecé ya a primeros de año a planificarlo todo para aprovechar el mes de vacaciones en agosto al completo. Alquilé un coche, que resultó muy caro por recogerlo y entregarlo en ciudades
distintas, reservé estancias en moteles por todo el camino e incluso una estancia de cuatro día en Nueva York, a la vuelta, porque María no conocía esa ciudad y para mí siempre es un placer volver a ella.
La planificación incluía un par de «pequeños» desvíos de la ruta para conocer el maravilloso Monument Valley, Las Vegas y, desde allí, pasando por Death Valley y el Yosemite Park, llegar al Pacífico en San Francisco y bajar a Los Ángeles por el impresionante Big Sud, desde la zona de Carmel y Monterrey. Un sueño de viaje.
La verdad es que salió todo a la perfección, el tiempo acompañó, las etapas se cumplieron según lo previsto, imprescindible porque el tiempo para semejante viaje era muy justo, y la amabilidad de la gente, a pesar de que nuestro inglés no era para tirar cohetes, una muy agradable sorpresa. Es difícil destacar algún lugar del camino por encima de los demás, aunque el Gran Cañón, Monument Valley o Yosemite superan cualquier expectativa previa. Lo mismo ocurre con Carmel, el pueblo de Clint Estwood, o Monterrey, Santa Fe y, por supuesto, San Francisco y Los Ángeles. Pero muchos de los pequeños lugares del camino que atravesamos o donde paramos a comer o a tomar una cerveza o que visitamos o incluso nos alojamos, me permitieron observar unos Estados Unidos muy diferentes de lo que son las grandes ciudades, con sus iglesias y casas de madera, sus saloons, sus recuerdos del antiguo esplendor de la ruta, hoy oficialmente desaparecida pero muy presente durante todo el recorrido (yo creo que pasa de los cincuenta el número de «Museos de la ruta 66» que vimos). Pudimos circular por muchos tramos del antiguo recorrido, perfectamente conservados, compartiendo carretera con esos inmensos camiones que vemos en las películas y a los que nos «hinchamos» a fotografiar. Las laderas doradas por pasto, las interminables llanuras, la inmensidad roja de Utah, los cultivos de todo tipo de frutas… y los viñedos, omnipresentes sobre todo en California y en clarísima expansión a costa de otros cultivos.
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